¿Qué tienen en común un título académico y un pasaporte?
Vivimos en una sociedad en la que los títulos y los diplomas son de lo más importante, ya que sin ellos no vamos a poder encontrar, al menos con facilidad, un lugar legítimo en el mundo laboral y social. Éstos se han convertido en una especie de pasaporte, sin ellos, muchas puertas permanecerán cerradas, sin importar nuestras habilidades reales, nuestra experiencia o nuestra creatividad. Esta obsesión con la acreditación académica ha reducido el valor del conocimiento en sí mismo, dando más atención al poder demostrar que al verdadero saber hacer. El título ha pasado de ser una herramienta a convertirse en un fin en sí mismo, y con ello, corremos el riesgo de generar una cultura donde aprender importa menos que aparentar haber aprendido.

En la actualidad, podemos decir que la palabra educación suena a progreso e igualdad, pero autores como Iván Illich nos trae sus críticas hacia el sistema educativo, y he de decir, que estoy bastante de acuerdo con él. No porque desprecie la educación, sino porque creo profundamente en ella. Justamente por eso creo que necesitamos liberarla de las cadenas de la escolarización obligatoria. Illich, quién lanzó la siguiente pregunta, "¿hemos confundido el derecho a la educación con la obligación de formar parte del sistema escolar?", hace que repensemos sobre el sistema educativo de hoy en día.
Illich fue un provocador lúcido. Nos alertó sobre las trampas del sistema educativo moderno con una claridad que aún hoy incomoda. ¿Por qué? Porque puso en evidencia algo que muchos sentimos pero no nos atrevemos a decir, la escuela, tal como la conocemos, no siempre educa; muchas veces domestica.
Primeramente, Illich nos dice que confundimos la enseñanza con el saber. Saber no siempre proviene de una instrucción formal porque la mayoría de lo que aprendemos, ya sea cocinar una tortilla, maquillarnos para salir de fiesta, etc., lo adquirimos fuera de la escuela. Sin embargo, el sistema educativo impone una forma específica de aprender, haciendo invisible o inferiores otras maneras de adquirir conocimiento. Ello hace que todo lo que se enseñe en la escuela sea considerado un "saber obligatorio", es decir, un saber que todo el mundo debería de tener y si alguien no lo tiene, se le considera inculto o idiota. En cambio, los saberes que adquirimos fuera de la escuela son considerados como inútiles. Illich nos recuerda que aprender no depende necesariamente de un profesor, un aula o un currículo. Aprendemos todo el tiempo, conversando, observando, haciendo. Pero el sistema escolar desvaloriza esos aprendizajes. Nos adoctrina para que pensemos que solo lo que se enseña formalmente cuenta, que solo lo que se evalúa merece ser recordado.
En segundo lugar, confundimos diploma con competencia, que como he dicho anteriormente, en la sociedad que vivimos, se valora más lo que es el papel, es decir, tener un título o un diploma, que la verdadera capacidad que tenemos. Esto genera una ilusión de competencia que, a menudo, encubre una profunda desconexión entre lo aprendido y lo que realmente se necesita saber o hacer.
En tercer lugar, no todo lo que ocurre dentro del aula tiene valor formativo auténtico. La rutina escolar puede desalentar la curiosidad y uniformar talentos en lugar de desarrollarlos. Por tanto, confundimos servicio escolar con valor formativo real.
Por tanto, confundir la enseñanza con el saber, el diploma con la competencia y el servicio escolar con valor formativo son errores que no solo distorsionan nuestra comprensión de lo que significa realmente aprender, sino que también perpetúan un modelo educativo excluyente, jerárquico y poco flexible. Estos errores alimentan un sistema donde la apariencia del conocimiento importa más que su aplicación real, donde se valora más acumular certificados que desarrollar pensamiento crítico, y donde las formas alternativas de aprendizaje (más libres, prácticas o colaborativas) son ignoradas. En consecuencia, se limita el potencial de millones de personas que podrían aprender de maneras distintas, más conectadas con sus intereses y sus necesidades reales.
¿Cuántas personas tienen títulos pero no habilidades? ¿Cuántos jóvenes salen del sistema creyendo que son idiotas por no haber memorizado todo lo que se pide, por no saber responder una pregunta de un examen? ¿Cuánto talento hemos perdido en el camino, simplemente porque no encajaban en los criterios exigidos por la escuela?
Uno de los mitos que Illich desmonta es el de la escuela como herramienta de equidad. En teoría, la escuela pública debería promover la igualdad, sin embargo, en la práctica, muchas veces perpetúa y reproduce las desigualdades. Los hijos de las clases altas acceden a mejores recursos, más apoyos, más capital cultural. Para los sectores populares, la escuela puede ser una cárcel simbólica, les roba tiempo, les desconecta de su realidad, les convence de que su forma de hablar, de pensar o de vivir está equivocada. Además, el dinero público es el que financia la educación pública, y ello hace que los que tienen mayor poder adquisitivo no tengan que invertir mucho en la educación de sus hijos.
Como dijo Illich, "la escuela enseña a pensar como ricos, pero condena a vivir como pobres", una frase que denuncia cómo la escuela transmite los valores, formas de pensar y modos de vida de las clases dominantes, pero sin garantizar a todos los estudiantes, especialmente a los más vulnerables, el acceso real a los medios materiales que permitirían vivir según esos ideales. Es decir, se adoctrina a los estudiantes en un modelo de éxito individualista, competitivo y basado en el consumo, pero se les deja sin las herramientas para alcanzarlo, especialmente si provienen de contextos empobrecidos. Así, la escuela no solo no reduce la desigualdad, sino que la disfraza de mérito, haciendo que muchos interioricen su fracaso escolar como una falla personal, y no como el resultado de un sistema profundamente desigual.
¿Cuántas veces olvidamos lo que memorizamos para un examen? ¿Cuántas veces aprendimos algo valioso observando, dialogando o haciendo, fuera de clase? La escuela parte de una premisa que desconoce la riqueza del aprendizaje informal y espontáneo, como si el único conocimiento legítimo fuera el que se transmite en un aula, bajo la guía de un profesional, con un libro de texto y una evaluación al final.
Este mito se basa en la falsa idea de que enseñar es sinónimo de aprender, cuando en realidad son dos procesos diferentes. Enseñar implica exponer información, diseñar actividades, pero aprender es algo mucho más complejo y personal. Aprendemos cuando algo nos interpela, cuando nos resulta significativo, cuando conecta con nuestras experiencias, emociones o intereses. Aprendemos cuando fallamos y volvemos a intentar, cuando nos equivocamos, cuando preguntamos y cuando compartimos con otros.
El modelo educativo tradicional suele ignorar esta complejidad, creyendo que basta con seguir un programa, aplicar una metodología y controlar resultados a través de exámenes. Pero lo cierto es que muchas veces, lo que se aprende en ese proceso es a responder lo que se espera, a memorizar sin comprender, a asociar aprender con estrés, presión y miedo al error.
Aprender no es un privilegio exclusivo de las aulas ni una habilidad reservada a quienes siguen instrucciones al pie de la letra. Es una capacidad natural, que florece cuando hay curiosidad, libertad, comunidad y propósito. Por eso, romper con este mito implica revalorizar el aprendizaje fuera del aula, abrirnos a nuevas formas de aprender que no dependan exclusivamente de la enseñanza formal. Significa reconocer que una conversación con nuestra abuela puede enseñar más historia que un libro de texto, que arreglar una bicicleta puede enseñar más física que una clase formal, que cuidar a un hermano pequeño puede enseñar más sobre empatía y responsabilidad que cualquier unidad didáctica.
Cualquier persona con experiencia, sabiduría práctica o una pasión genuina puede ser una fuente valiosa de aprendizaje, sin embargo, el sistema educativo reduce la figura del educador al maestro titulado, lo que es negar la diversidad de formas en que las personas pueden transmitir conocimiento, guiar a otros, compartir habilidades o inspirar procesos de transformación.
Este monopolio institucional de la educación, que funciona de forma similar al monopolio de los sacerdotes sobre la fe o los médicos sobre la salud, se crea una clase profesional que, al ser la única reconocida oficialmente, excluye a quienes no forman parte de ella. Esto convierte la educación en un servicio más, burocratizado y cerrado, donde la relación entre quien enseña y quien aprende se transforma en una transacción, más que en un vínculo vivo.
Además, este mito limita las posibilidades del aprendizaje en comunidad. ¿Por qué no pensar en una educación compartida, descentralizada, donde personas de distintas edades, profesiones y contextos puedan enseñar y aprender mutuamente? Las redes de aprendizaje, donde los saberes circularan libremente, sin necesidad de mediadores oficiales, donde los talentos y conocimientos se ofrecieran con libertad, y quienes quisieran aprender pudieran elegir a sus guías sin necesidad de pasar por filtros burocráticos.
Como futura docente, romper este mito no significa despreciar la labor docente ni negar el valor de la formación pedagógica, sino cuestionar la exclusividad que se le ha otorgado. Significa reconocer que educar no es solo un acto técnico, sino profundamente humano, y que muchas veces, el verdadero aprendizaje ocurre en relaciones horizontales, basadas en la confianza, el ejemplo y la experiencia compartida.
Illich nos invita a desmontar este mito para que la educación deje de ser un privilegio gestionado por una élite profesional, y vuelva a ser un derecho compartido, vivo, abierto, donde todos y todas podamos enseñar algo, y todos y todas podamos seguir aprendiendo siempre.
Tal vez sea hora de preguntarnos, como lo hizo Illich hace décadas, si realmente estamos educando para la libertad o simplemente entrenando para obedecer. Porque si la escuela no nos enseña a pensar por nosotros mismos, a cuestionar lo que damos por hecho y a encontrar caminos propios, entonces no está educando sino que está domesticando.
Defender las ideas de Illich es defender una educación que libere, no que discipline. Que inspire, no que adiestre. Que reconozca que cada persona tiene una forma única de aprender y un derecho inalienable a hacerlo sin depender de estructuras rígidas, jerárquicas y excluyentes. Illich no era un enemigo de la educación, era su mejor aliado, porque entendió que el verdadero aprendizaje solo puede surgir cuando hay libertad, deseo y sentido. Y eso, sinceramente, no siempre lo encontramos entre las paredes de una escuela.
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