Mis comunidades de práctica

Cuando pensamos en aprender, lo más común es imaginar a alguien memorizando textos, resolviendo ejercicios o haciendo exámenes. Pero, ¿y si aprender no fuera solo adquirir conocimientos? ¿Y si aprender significara, sobre todo, participar? Esta es la propuesta de Jean Lave y Etienne Wenger, quienes en 1991 dieron forma a una teoría que ha transformado nuestra forma de entender el aprendizaje: la teoría del aprendizaje situado y las comunidades de práctica.

Según Lave y Wenger, aprender es mucho más que recibir información, es entrar en una comunidad, formar parte de ella y evolucionar dentro de ella. En este proceso, el aprendizaje no se da en abstracto, sino en contextos reales, dentro de relaciones sociales concretas. Cada comunidad (una escuela, un equipo deportivo, una banda de música, una empresa) es un entorno donde se aprende no solo qué hacer, sino cómo ser. En este sentido, aprender es ir pasando de ser un "novato" a ser un "experto", no solo por el dominio técnico de habilidades, sino por el reconocimiento progresivo de los demás miembros de la comunidad.

La teoría del aprendizaje situado pone el foco en algo que muchas veces olvidamos, aprender también es transformar nuestra identidad. Cuando una persona entra a formar parte de una comunidad, comienza un viaje. Al principio, observa, escucha, imita. Pero poco a poco empieza a participar más activamente, a ganar confianza, a ser tenida en cuenta. Y en ese proceso, no solo cambia ella, también cambia la comunidad. Porque Lave y Wenger insisten en que participar no es simplemente "adaptarse", es también transformar. Cada nuevo miembro, con su perspectiva y sus vivencias, aporta algo único que puede alterar el rumbo del grupo, enriquecerlo, cuestionarlo.

¿Qué pasa si miramos nuestras escuelas desde esta perspectiva? Tradicionalmente, las instituciones educativas han funcionado como lugares de enseñanza, estructuras jerárquicas donde se transmite un currículo predefinido. Pero Lave y Wenger nos invitan a imaginar la escuela como una comunidad viva, un ecosistema donde se aprende a través de la interacción, no solo del contenido. Donde el aula es solo una parte del proceso, y donde el desarrollo de cada estudiante es también una cuestión de participación, de reconocimiento, de pertenencia.

Adoptar esta mirada cambia radicalmente nuestra forma de organizar y vivir los espacios educativos. Implica valorar la participación genuina, fomentar entornos donde cada persona pueda tener un recorrido propio, y reconocer que el aprendizaje no es unidireccional. Los novatos también enseñan, los expertos también aprenden, y la comunidad se transforma con cada nueva interacción.

Llegados a este punto, quiero enseñaros mis comunidades de práctica. A lo largo de mi vida, he tenido la suerte de formar parte de distintas comunidades (mi familia, mis grupos de amigos, la universidad) y en todas ellas he aprendido muchísimo, no solo por lo que me enseñaron de forma directa, sino por cómo participé en ellas, por el proceso de convertirme en alguien dentro de esos grupos.

Cuando pienso en todo lo que he aprendido a lo largo de mi vida, me doy cuenta de que uno de los lugares más importantes donde ha ocurrido ese aprendizaje ha sido mi familia. Y al conocer la teoría de Lave y Wenger sobre las comunidades de práctica, todo cobra aún más sentido. Porque sí, mi familia ha sido, y sigue siendo, una verdadera comunidad de práctica.

La familia es probablemente la primera comunidad en la que aprendemos a participar. Desde que nacemos, comenzamos a observar, imitar y formar parte de sus rutinas, costumbres, lenguajes y valores. Un niño no aprende a hablar o a comportarse porque alguien le dé una clase formal, sino porque participa en la vida familiar. Aprende a través de la convivencia, del juego, de los conflictos, de la escucha. 

Desde pequeña, fui participando en las dinámicas del hogar. Al principio como mero observador, viendo cómo los demás resolvían problemas, tomaban decisiones, se organizaban, compartían, discutían y se reconciliaban. Poco a poco, fui encontrando mi lugar. Me empezaron a dar responsabilidades, a confiar en mí para colaborar en tareas, para expresar mi opinión, para cuidar de otros. Y fue en ese proceso, en esa participación progresiva, donde aprendí cosas fundamentales para la vida.

Aprendí el valor del compromiso, el sentido de la empatía, la importancia de la comunicación y la paciencia, además de algo muy importante para mí, el saber cuidar y amar a los demás. Pero no lo aprendí a través de clases ni de instrucciones formales, sino a través de la convivencia diaria, de estar con todos los miembros de mi familia, de equivocarme y corregirme, de escuchar y también ser escuchado. Ellos me enseñaron lo más importante para mí, mis valores, lo que me define como persona, y me siguen enseñando cada día.

Con el tiempo, también yo fui aportando mi forma de ver las cosas, mis ideas, mis formas de hacer. Y siento que eso, aunque fuera en pequeños detalles, también transformó a mi familia. Como dice la teoría de la comunidad de práctica, aprender no es solo asimilar lo que ya existe, sino participar activamente para transformar y ser transformado.

Por tanto, mi familia es un espacio donde fui desarrollando una identidad, una voz, un sentido de pertenencia, y sin duda, mi primera y más significativa comunidad de práctica.

PD: Mi papá no quería salir en la foto

Otra de mis comunidades de prácticas es mi grupo de amigos, con ellos he aprendido mucho también a base de reír, equivocarnos, apoyarnos, construir juntos una historia, porque eso es justamente lo que plantea esta teoría, que aprender no es solo adquirir conocimientos, sino participar activamente en una comunidad que te transforma, y que tú también transformas. Eso es exactamente lo que ha significado para mí tener amigos, construir poco a poco un lugar y espacio en el que nos identificamos, nos respetamos, compartimos los buenos y los malos momentos, nos escuchamos y sobre todo, nos queremos.

Con mis amigos he aprendido a escuchar, a comunicarme mejor, a ponerme en el lugar del otro, a resolver conflictos sin romper vínculos, a pedir perdón y también saber perdonar. Todo ello en base a experiencias vividas, conversaciones profundas, momentos difíciles, celebraciones compartidas. A través de esas vivencias, poco a poco pasé de ser alguien que buscaba encajar a ser alguien que tenía un lugar propio, una identidad y ser valorada dentro del grupo.

Al principio, me sentía tímida, más insegura, no sabía qué decir ni qué hacer, pero con el tiempo, gané confianza, asumí responsabilidades dentro del grupo, influí en nuestras decisiones y también me dejé influir. Y así, juntos, crecimos como una comunidad.

Cada uno de nosotros aportó su forma de ser, sus ideas, sus emociones, y eso hizo que el grupo cambiara. Hoy puedo decir que mis amigos han sido una verdadera comunidad de práctica, un espacio de aprendizaje mutuo, de crecimiento compartido, de construcción de identidad. Gracias a ellos, aprendí no solo a convivir, sino también a ser yo mismo en compañía de otros.


Cuando pensamos en la universidad, muchas veces la reducimos a un lugar donde se imparten conocimientos, pero si la miramos desde la perspectiva de Lave y Wenger, es mucho más, es otra comunidad de prácticas donde se aprende a ser profesional. No basta con pasar exámenes, lo que importa realmente es participar en debates, colaborar en proyectos, escuchar a quienes ya tienen experiencia y empezar a asumir progresivamente roles de mayor responsabilidad. Un estudiante no se convierte en arquitecto, enfermera o docente solo por aprender teoría, sino por comenzar a pensar, actuar y hablar como uno de ellos. La comunidad universitaria es un lugar donde se modela la identidad profesional, donde los estudiantes se transforman y a la vez contribuyen a transformar esa misma comunidad.

Al mirar hacia atrás en mi primera experiencia universitaria, me doy cuenta de que lo más valioso que me llevo no son solo los conocimientos académicos, sino las personas con las que compartí ese camino. Recuerdo perfectamente el primer día de clase, donde la mayoría, yo incluida, se sentían nerviosos por empezar una nueva etapa de su vida junto a personas desconocidas, con la inquietud de no saber si podrán pertenecer a algún grupo. Pero poco a poco, todos empezamos a formar parte de un grupo con un propósito común: aprender, avanzar, superar desafíos y llegar a ser profesionales y con el tiempo, comenzamos a apoyarnos, a trabajar en equipo, a estudiar juntos, a explicarnos mutuamente lo que no entendíamos. Aprendimos más allá de los contenidos del programa, aprendimos cómo aprendercómo colaborar y cómo construir un sentido en conjunto.

Esa participación progresiva es justamente lo que hace que asumamos una identidad en esta comunidad,  al involucrarnos más en las dinámicas del grupo, al asumir responsabilidades, al atrevernos a hablar o proponer, dejamos de ser simples estudiantes aislados para convertirnos en miembros activos de una comunidad que también nos reconoce y valora. Cada uno de nosotros influyó en los demás. Algunas personas se convirtieron en referentes, otras aportaban ideas nuevas, otras nos ayudaban a ver las cosas desde otra perspectiva. Y en ese intercambio constante, todos crecimos, la comunidad cambió con nosotros, y nosotros con ella.

Hoy entiendo que la universidad no es solo un espacio para obtener un título, sino una etapa vital en la que aprenderé a ser profesional, pero también a ser parte de una comunidad. Por eso, mis compañeros no son simplemente compañeros de universidad, son maestros, aliados y compañeros de viaje en esta gran comunidad de práctica.




Las escuelas, universidades e incluso las familias no deberían ser vistas como estructuras de transmisión de conocimientos, sino como ecosistemas donde se aprende a través de la interacción, el compromiso y la participación. Aprender no es solo saber cosas, sino ser reconocido como alguien valioso dentro de un grupo, alguien que cuenta.

La teoría de las comunidades de práctica nos recuerda que aprender está en el corazón de nuestras relaciones humanas. Desde la familia hasta la universidad, desde los amigos hasta los equipos de trabajo, aprendemos al formar parte. No somos islas que memorizan datos, sino seres sociales que aprenden al convivir, al colaborar, al construir sentido juntos.

Por eso, cuando pensemos en cómo mejorar la educación, no miremos solo al contenido. Miremos a las personas, a las relaciones, a los vínculos, a las oportunidades de participación, porque en cada comunidad hay un potencial enorme de aprendizaje, identidad y transformación.

Comentarios

  1. Qué bonito! Me encanta cómo has hablado de ello, muchísimas gracias por compartirnos tanto :))

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  2. perdón que se me ha olvidado poner mi nombre jajaj

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